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SAMUEL BARRIENTOS, EL MECÁNICO ORIUNDO DE PUERTO NATALES QUE ACOMPAÑÓ A CARLO DE GAVARDO


Capítulos del mejor libro de deportes 2015, redactado por los periodistas Felipe Hurtado y Pablo Vargas Zec.

Todo comenzó en un paradero de micro frente al Hospital de la Fuerza Aérea de Chile, en plena avenida Las Condes. Carlo de Gavardo esperaba locomoción, luego de ir a buscar su finiquito a las oficinas de Kawasaki. Después de nueve títulos nacionales de enduro y una medalla de bronce en los Seis Días de Tulsa 1994, a comienzos de 1995 el piloto ya no tenía motivaciones ni horizonte deportivo. Había tocado techo en el país y no contaba con los recursos para continuar su carrera en el extranjero. Además, había decidido ayudar a su padre Giorgio en el fundo de La Vega, que pasaba por una delicada situación económica. Manejar un tractor era lo que más y mejor se visualizaba en su futuro. De hecho, ya había comenzado en eso. A punto de cumplir 26 años, era la hora del retiro.

A esa misma hora, Pedro Palacios manejaba por la misma calle. Se dio cuenta de la presencia de Carlo y se detuvo. No eran amigos, pero se conocían. “¿Quién no conocía a Carlo de Gavardo?”, pregunta hoy el empresario. Bajó el vidrio del auto, le preguntó hacia dónde iba y le dijo que lo llevaba, sin esperar la respuesta. El deportista le contestó que se devolvía a su casa, en Huelquén. Palacios se ofreció a encaminarlo, al menos. Sin embargo, no avanzaron ni 200 metros cuando se decidió un cambio de planes: una invitación a almorzar en el restaurant Bavaria, que se ubicaba una cuadra más hacia el poniente.


Mientras comían, De Gavardo le relató lo que había pasado y lo que iba a suceder. Palacios escuchó atento, como quien escucha a alguien desahogarse. Sentía mucho respeto por el piloto y su trayectoria. No recuerda exactamente si el siguiente planteamiento surgió en esa misma conversación o en los días posteriores; lo que sí tiene aún fresco en la memoria es que en ese diálogo lo picó el bichito que le abriría las puertas de Chile a un deporte prácticamente desconocido hasta ahí. Le dijo: “Oye, Carlo, ¿por qué no hacemos la humorada de ir a correr el Dakar los dos en moto?”.

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En 1990, Pedro Palacios estaba tan ahogado con las deudas que más de alguna vez creyó que la única posibilidad que le quedaba era quitarse la vida. Pero el empresario aguantó y entonces apareció el gran negocio de su vida: vendió la bomba de bencina Gaspal que tenía en la esquina de Departamental con Vicuña Mackenna, en Macul. Las obligaciones financieras, de varios millones de dólares, quedaban atrás y el empresario, por primera vez en mucho tiempo, podía respirar tranquilo. El peso que se quitó de encima fue tan grande que decidió darse un gusto que estuviera a la altura.

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El otro deseo lo dejaría en los libros de historia del deporte nacional como el segundo chileno en correr el Rally París-Dakar en 1991. Por años se le consideraría el primero, hasta que un reportaje del diario La Tercera contó la historia de Enrique Pinochet, un connacional afincado en Venezuela, que en 1988 participó de la prueba con bandera de la nación llanera, razón por la cual su travesía en la categoría de autos demoró tanto en contarse.

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Tenía toda la intención y recursos para ir al Dakar, aunque no mucho más. Se lo había contado a todos sus conocidos y fue así como un sobrino le presentó al francés Jean Phillipe Schmuck. “Un mitómano. Me dijo que había corrido el Rally de los Faraones, otro en Marruecos y también el Dakar. Era un encantador de serpientes. Me llenó de datos que no eran ciertos y que no servían para nada”, cuenta Palacios. Sin internet, eran tiempos donde cotejar la información no era sencillo.

Las mentiras de quien lo acompañaría como copiloto quedarían expuestas al poco andar de la versión 1991 del Dakar, que comenzaba en París, para después dirigirse hasta Trípoli, en Libia. El chileno compró un Mitsubishi Pajero a la prestigiosa empresa Ralliart, que él mismo preparó en Francia durante un mes.

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La experiencia terminó en la penúltima etapa, en la que, producto de la arena que le tiró una caravana de cinco autos fuera de competencia que pasó a su lado, no vio la que dice era “la única piedra en toda la etapa” y se volcó espectacularmente. “No se acababa nunca. Deben haber sido como 25 vueltas”, recuerda. El auto se incendió y se le quemaron los 4.500 dólares que le quedaban, además de la cámara fotográfica con todas las imágenes de la aventura. La historia, que él mismo ha ayudado a alimentar, fue que quemó el Mitsubishi para cobrar el dinero del seguro. “Como dicen los políticos, no me acuerdo”, dice hoy.

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Los dramas que vivió Palacios en su primera experiencia dakariana no fueron suficientes para hacerlo desistir de volver. En un restaurante en Las Condes, junto con Carlo de Gavardo, planeó su regreso.

Para el recién jubilado endurista, el Dakar era un viejo anhelo, imposible ya, dadas las condiciones descritas. Con sus amigos solía ver videos de la prueba y, al igual que su padre Giorgio, seguía los sucesos a través de las pocas informaciones que llegaban al país durante el desarrollo de la travesía.

La propuesta de Palacios le seducía por el objetivo final y también porque se ofrecía a financiarla. Giorgio de Gavardo recuerda que el trato incluía el pago de la inscripción, que se cancelaba en tres cuotas, aunque finalmente se haría bajo otro sistema. El empresario añade que su participación más relevante fue contactar al piloto con la petrolera argentina YPF, que recién se instalaba en Chile, aterrizaje en el que Palacios había sido actor fundamental con su red de más de setenta gasolineras a lo largo del país.

El aporte no quedó sólo en eso.

El huelquenino ya había comenzado a tocar puertas de distintos auspiciadores. Partió por lo básico: una moto. Llegó hasta las oficinas de Aprilia, Honda y Suzuki. Nada. No obtuvo respuesta. “O no lo pescaron o le decían que no les interesaba”, rememora su padre. Hubo otros que le exigían el compromiso de ganar la carrera para apoyarlo.

Entonces, surge el vínculo con KTM, la empresa de motos austríacas que por esa época, a mitad de los 90, vivía un reposicionamiento luego de ser adquirida por un grupo inversor. Carlo las había visto en acción en Tulsa, cuando junto a un grupo de chilenos viajó a participar de los Seis Días, la prueba más tradicional del enduro. Conoce a Roland Spaarwater, el chileno-austríaco que tenía la representación de la marca en el país. Palacios también tenía vínculos con él desde hacía un tiempo, pues le había comprado una moto. Para la programada preparación en conjunto en el norte, el empresario adquiere otra más, una de 400 centímetros cúbicos, que le facilita al piloto de Huelquén para los entrenamientos que iniciarían al instante (…).

Spaarwater le entregaría la máquina con que De Gavardo competiría en el Dakar, una 620 LC4 que hasta hoy todos llaman “la morada”, por su llamativo color. Además, lo patrocinaría asumiendo las facturas que le enviaba la fábrica desde Austria con el cobro de los repuestos utilizados durante las carreras. Eran costos millonarios -porque los austríacos no regalaban nada-, que a la larga se verían recompensados por el estatus que logró la marca en Chile.

Palacios y el huelquenino se instalaron en Guanaqueros, en la Región de Coquimbo, donde el empresario tenía una casa. Cuando quería volver a Santiago, lo hacía en su avión privado. Durante un mes, partían todos los días a las cinco de la mañana, después de que su esposa Carmen Callegari les preparaba el desayuno a los dos. “Eran 700 kilómetros de ida y vuelta hasta Bahía Inglesa. Nos íbamos por diferentes caminos, por la montaña, por la costa. Él me pasaba todo el rato y se devolvía a buscarme. Yo llegaba hecho bolsa y él, todo fresco”, recrea el segundo chileno en correr el Dakar.

El plan en conjunto sufriría un importante traspié.

Palacios lo resume: “Llevábamos como un mes y medio de prácticas. Estábamos en septiembre, me acuerdo. Un día, de vuelta de Bahía Inglesa, me saqué la chucha. Me pegué en la rodilla y cagué. Fue lo mejor que podría haber pasado para la historia del rally cross country en Chile, porque evité ser un lastre para Carlo y pasar una vergüenza. No estaba al nivel de preparación de él”.

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Paralelamente a sus entrenamientos y a su trabajo consiguiendo más auspicios para costear los cerca de 25 millones de pesos que implicaba el proyecto, De Gavardo había contactado a la persona que sería su sombra en los desiertos africanos: el mecánico Samuel Barrientos.

Nacido en Puerto Natales, había llegado en 1989 a trabajar con las motos Kawasaki, justo la temporada en la que el piloto fichó por la marca. A esa altura ya era ducho en su oficio, realidad muy distinta a la que vivía cuando salió del colegio, cuando lo suyo era arreglar bicicletas, su pasión adolescente. Aprendió en el taller, en el inicio de la década de los 80, sin ir a ningún instituto ni nada parecido. Ensayo y error, además de mucha lectura relacionada con el tema.

Desde que se conocieron, De Gavardo fue moldeando a Barrientos de acuerdo a sus requerimientos y lograron una amalgama que al motociclista le parecía perfecta. Cuando pensó en quién podía asistirlo en el Dakar de 1996, no tuvo dudas y llamó al natalino, que por esos días estaba de vuelta en el extremo sur después de un período corto en Antofagasta.

Pese a la distancia y al escaso contacto que mantenían por esos días, al mecánico no le sorprendió el llamado. Sabía desde mucho antes que el clásico del todoterreno era uno de los mayores sueños de Carlo y que había un espacio para él en el pequeño equipo que armaría.

“A principios de 1995 apareció por Natales. Estuvimos conversando de lo que habíamos hecho durante el tiempo que no nos vimos y le conté que no sabía si quería seguir trabajando en mi ciudad o seguir aventurándome por otros lugares. Además, le mencioné de mis ganas de conocer Europa. Ahí me contó que estaba pensando en ir al París-Dakar, porque era su sueño llegar y terminar la carrera. Me contó que quería llevar un equipo chileno y que estaba pensando en algo. Me dijo que me tenía considerado. Como en julio me llamó de nuevo y me mandó los manuales de la KTM 620. Me dijo que no era nada seguro, pero que me aprendiera de memoria la moto. Luego, en octubre, me contactó para decirme que quería adelantar trabajo, aunque me insistió en que no me hiciera ilusiones todavía, y fuimos a entrenar con la moto al desierto. Así fue hasta diciembre del 95 que estábamos en el aeropuerto para irnos”, relata Barrientos.

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El accidente de Palacios trajo esa cuota de incertidumbre que Carlo le transmitía a su mecánico. “Pedro alcanzó a pagar la primera cuota de la inscripción, pero cuando se cayó nos quedamos sin plata -comenta Giorgio de Gavardo-. Carlo volvió a tocar puertas. Fue a Copec y le dijeron que querían que ganara el Dakar. ¡Imagínate! Entonces, llegamos a YPF, donde Pablo Fernitz le dijo que le ayudaría”.

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“Él había ido sólo a conversar y no lo pescaron. ‘Me fue como las hueas’, me dijo. Entonces, lo agarré y fuimos a hablar con Fernitz y le dije que este era el chileno del que le había hablado”, manifiesta Palacios.

Fue el primer gran acuerdo que sumaría el plan dakariano del Cóndor de Huelquén. Aun así, era insuficiente. “‘No hay plata, papá’, me dijo. Ya estábamos en octubre. Entonces, le comenté a mi señora si se acordaba de unas acciones que me habían hecho comprar. Decidimos venderlas y le sacamos un billetazo. De esa plata sacamos la parte para pagar mi viaje”, comenta el padre.

Seguía faltando. En paralelo, comenzaron a organizarse diversas actividades para recolectar fondos para el proyecto, que pasarían a la historia con el nombre de Carlotón. Se trató de una serie de eventos en que amigos y conocidos del piloto se reunían para rifar implementos que se facilitaban, como ropa especial para motociclista, repuestos para motos y poleras alusivas al viaje de De Gavardo, que su entonces aún polola Pamela Cano vendía e iba a entregar personalmente a todos los conocidos. Todo aporte era bienvenido.

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Pero la meta continuaba lejana. Entonces, Giorgio de Gavardo recibió el llamado de Diego Izquierdo, el empresario dueño de Pinturas Ceresita y parte de la acogedora familia del enduro chileno. Estaba molesto porque no habían solicitado antes su apoyo para el proyecto. “¿Para qué están los amigos, tío? A ver, dígame, ¿cuánta plata necesita?”, le preguntó. El papá del piloto no recuerda hoy exactamente qué cifra le dijo, pero cree que se trataba de alrededor de 13 millones de pesos.

A KTM, YPF y Ceresita se sumaron otros sponsors de distintos tamaños, como Entel, G. Prohens, Imoto, Río Peumo, Motoservice, la revista S Deportes, además de cientos de aportes por distintos valores hechos por amigos y no tan amigos. Recién ahí, finalmente, se podía confirmar la presencia del primer chileno en moto en el Dakar, la prueba más dura del mundo.

“Sufrí harto con esta lesera de andar buscando auspicios. Espero que con el retorno publicitario que produjo mi actuación sean muchas las empresas interesadas en apoyar mi carrera. Si no es así me dedicaré simplemente a mi familia y al campo”, le diría a la S Deportes una vez que se concretó su impresionante 17º lugar en la clasificación general y el cuarto puesto en la categoría producción.

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